"La marca del
agua" es el libro de Santiago Palmeiro que
entre otros dedica a su padre que trabajó en las presas, a su madre
que siempre lo espero despierto y a todos los que han perdido su
pueblo bajo un embalse.
En particular el
libro está dedicado a Alberguería y a todos los que amamos ese
pueblo de A Veiga en Ourense.
Es una auténtica
delicia su lectura y Santiago clava la historia de Alberguería y
quizás muchas otras similares.
Como no podía ser
menos en el pueblo, que en el libro llama Llanos, se juega a los
bolos por eso viene a cuento, como no, que ponga un trocito del
libro, una auténtica maravilla que nos deja bien claro en que
consiste el juego:
..."
René quería jugar a los bolos.
Insistía con palabras y gestos para que le dejasen sitio, e
importunaba a los tiradores, que ya habían vuelto a cruzar sus
apuestas. El ingeniero tenía una tarde insoportable. No sólo
molestaba sino que estaba crispando el ánimo del corrillo que
rodeaba a los lanzadores. Los bolos eran tan sagrados como la misa
de los domingos. Una vez que empezaba la partida, no se debía
interrumpir por nada del mundo. Y mucho menos cuando la expectación
se desataba y el suelo quedaba regado con el dinero de las apuestas,
que dependían de la concentración del tirador. Pero René ignoraba
todo eso. Él quería lanzar el bodoque de madera de boj contra la
media docena de bolos, y punto. Chillaba como un niño y aseguraba
que a la tercera sería capaz de acertarles de lleno y de
desperdigarlos campo arriba. Pero los otros seguían negando, a punto
de perder la paciencia.
Tras interrumpir la partida, en un primer intento
de lanzamiento, el ingeniero no había logrado golpear, siquiera, la
piedra que sostenía los tacos cilíndricos. Y en el segundo, había
estrellado la bola contra el canto del patio y la había roto en dos.
Fue lo peor que pudo haberle ocurrido. Porque romper la bola era una
afrenta terrible que sólo un profano se atrevía a cometer. Quien lo
hacía no merecía volver a pisar el patio nunca más. Por eso trataron
de convencerle de que se quitase de en medio. Sin embargo, el
francés no quiso atender a razones. Seguía insistiendo y trataba de
arrebatar la bola al tirador. Sus acompañantes, que se las veían
venir, le sujetaban de la manga y de la cintura en un intento de
alejarlo. Pero no había manera.
Un sentimiento difícil de describir se había
apoderado de los lugareños cuando le vieron acercarse. Venía por el
camino del Estrecho, hecho un figurín. Vestía ropa clara,
inmaculada, y traía la chaqueta doblada sobre el antebrazo. Por
alguna razón, siempre llevaba americana. Al andar, sus rizos
tintados de rubio volaban en el aire como las faldas de una mujer,
hecho que acentuaba sus gestos amanerados. Le acompañaban otros dos
jóvenes igual de apuestos, que los lugareños no recordaban haber
visto antes. Venían animosos, sonrientes y alocados. Traían botellas
de licor y bebían a morro un líquido que parecía aguardiente.
Se acercaron y el corrillo se abrió
espontáneamente. René y los otros levantaron las botellas y
saludaron con un cómico movimiento de cabeza antes de situarse tras
el tiradero. Ante ellos, un boleador se estiró en el aire y soltó un
cachetazo que alcanzó los bolos de lleno. Entonces, René contó a sus
acompañantes que aquél era un juego milenario, traído a la Península
por sus más antiguos pobladores. Allí, se conservaba tal cual y era
el entretenimiento favorito de las gentes, el deporte rey de las
aldeas, muy por encima del fútbol, que hasta hacía nada apenas se
conocía. Y el sabelotodo trató de hablar también de las reglas para
ponerlas en claro ante sus amigos, pero lo que contó era bobaba,
porque no se las sabía, y los del corrillo sonrieron por dentro con
amargor y renegaron de la ignorancia del figurín. Pero uno de los
apostantes, un viejo ochentón que le observaba con curiosidad, se
acercó y, con gran gentileza y bastante gracia, quiso desengañarlo.
Sin pensárselo dos veces, detuvo al jugador, que ya ocupaba de nuevo
el tiradero, y se situó él mismo sobre la piedra de lanzar. Adoptó
una posición casi marcial y comenzó a recitar una cantinela con la
misma compostura que si estuviese cantando el Cara al Sol:
Siete metros y otro medio, hay del patio al
tiradero/ dos decenas y uno más, hasta la línea de puntuar/ y son
cincuenta, justamente, para alcanzar la raya de veinte/ para los
seis bolos es mesura, doce centímetros de altura/ y de diámetro,
siete bastan, que sino se te atragantan/ los seis en línea, bien
colocados, y sólo un centímetro separados/ así correrán mejor, si
les zurras con el boj/ que tres kilos debe pesar, la buena bola de
jugar/ porque bola que con los bolos no puede, no hay jugador que la
ruede/ por el aire lanza el que sabe, pues a ras de suelo no vale/
bola que no pasa la raya, suma cero y es
cochada/
pero si pasa bolo y bola, es una buena bolada/ cada bolo caído, un
punto paga, y diez son si pasa la primera raya/ y veinte serán si se
propasa y la segunda línea traspasa/ pero la bola huirá como un
caballo, si no logra tocar el tallo/ y entonces no valdrá nada el
tiro, sólo un “de ti me río”/ gana quien antes suma sesenta, y
después, viene otra vuelta...
El ingeniero le interrumpió deslumbrado:
— ¡Oh, oh, c’est éblouissant!
—se llevó la botella a los labios y su gesto de jarana se convirtió
en una mueca de desprecio. Asió al hombre del antebrazo y le empujó
hacia un lado—. ¡Y ahora, apártese... monsieur!..."
La fotografía muestra el instante del
lanzamiento del bolo...Fotografía sacada de la web "Xares un lugar
único"